EL TIO DEL SACO, LA CONVERSACIÓN y UN ENCUENTRO FUGAZ
EL TIO DEL SACO
No sé por qué, de
niño, creía a pies juntillas lo que decían en casa, y una de aquellas cosas era
que EL TIO DEL SACO se llevaba a los
niños que se portaban mal.
En el verano,
pasábamos todo el día en la calle, y al atardecer, poco antes de que mi madre me
llamase para cenar, solía aparecer un hombre bajito, delgado, muy mal vestido,
con un saco vacío calle Almansa abajo y yo, nada más verlo, convencido de que
era EL TIO DEL SACO corría como alma que lleva el diablo, calle Trafalgar abajo
y no paraba hasta perder de vista las casas de mi calle.
Pero, un día, sin saber muy bien por qué, me escondí en el portal de Figurines, el gitano que
vendía telas por las casas, y allí estuve, conteniendo la respiración, hasta
verlo entrar en el patio de mi casa.
No recuerdo como pasé
el tiempo que tardó aquel hombre en salir, pero sí, que el saco que llevaba a
la espalda abultaba hasta cubrirle la chaqueta y parte de los raídos
pantalones, esperé, temblando de miedo, hasta que se perdió de vista calle
arriba y solo entonces, haciendo de tripas corazón, eché a correr a casa,
totalmente convencido de que en aquel saco iba mi hermano Roberto, que aquel
día, como muchos otros, estaba castigado sin salir por alguna de sus travesura.
Entré en casa gritando
que el tío del saco se había “llevao” a mi hermano, corrí hasta el salón donde
estaban, tranquilamente sentadas y haciendo punto, mi madre y la abuela Juana
pendientes, como todas las tardes, de la novela de la radio.
-¡Qué voces son esas,
niño, ¿dónde vas? – protestó la abuela, sin dejar de
mover las cuatro agujas con las que hacía calcetines de lana- ¿Es que has visto
al lobo?
-He visto… he visto… -no acertaba a decirlo-
al tío del saco, que se lleva a Roberto,
corre abuela, corre, a lo mejor todavía podemos…
-Este niño tiene
muchas fantasías, Felí, te lo tengo dicho ¿no estará “empachao” otra vez?
-Que sí, abuela, que
sí, que ese tío se lleva a Roberto en un
saco “mu grande”…
-“¡Pos no te amuela el
crío este!” anda, mira en la alcoba y verás como tu hermano está leyendo tan
ricamente, como deberías hacer tú en vez de estar todo el santo día de
Dios de la zeca a la meca… ¡Este niño nos va a dar muchos disgustos!… te lo
tengo dicho, hija, te lo tengo dicho…
Mi madre, que contaba
mentalmente los puntos, recogió el ovillo y con un gesto condescendiente me
pidió que me acercase.
-Ven acá, Pepito, ven
acá. ¿Qué chaladuras son esas? Ya has oído a la abuela, tú hermano está en la
alcoba…
Mientras hablaba mi
madre yo ya había corrido la cortina que daba acceso a la alcoba y, con unos
ojos como platos, miraba a mi hermano que, muerto de risa, leía un tebeo de
“Mortadelo y Filemón” tumbado en la cama.
Tuvo que ser mi padre
el que me explicase que aquel hombre venía a recoger huesos a casa de la señora
Remedios, la menudera, que era nuestra vecina de al lado.
LA CONVERSACIÓN
Nada más entrar en
casa observa que Marta, su mujer, está viendo una película en la televisión.
Sin hacer apenas ruido, pasa a la cocina y se prepara un café. Luego, se sienta
a su lado.
A los pocos minutos,
durante la publicidad y como por decir algo, pregunta a Marta, mientras toma un
sorbo de café:
—Marta, ¿Serías capaz
de mentir para protegerme de un crimen?
Marta suspira profundamente y, mirando de hito
en hito a su marido con indiferencia, responde:
— ¿Cometer tú un
crimen? ¡Que disparate! ¿Qué tripa se te ha roto? Tú no eres capaz de matar.
Bueno, por no matar, no matas ni el tiempo… ¿De dónde has sacado esa estupidez?
Juan baja los ojos a
las rayas del pantalón, deja la taza en la mesita de centro y vuelve a
preguntar.
-¿Serías capaz? —
breve pausa —. Necesito saberlo.
Es ahora, tras la insistencia de su
marido, cuando Marta, fuera de sí, exclama.
— ¿Qué te han dado hoy
a ti? ¿O es que pretendes sacarme de quicio?
Juan, ahora muy serio,
se pone en pie e insiste:
-Verás, Marta,
necesito saber si estarías dispuesta a jurar —ya te contaré los detalles—, que
ayer pasé la noche contigo, aquí, en casa, que no salimos, que nadie nos vio
porque celebrábamos algo, lo que sea, eso
no es importante...- Ahora habla con más firmeza-, quiero saber si
mentirías por mí… si estoy a salvo de…
Marta interrumpe,
irritada, a su marido.
—Paparruchas, tú estás
influido por la trama de la película y…
—En absoluto, cariño,
verás, ayer tuve un mal día. Alguien a quien he
estado evitado durante años, apareció de pronto y tuve que acabar con
él. Está en el maletero del coche. Si prometes ayudarme, podríamos…
Nueva interrupción de
Marta, esta vez con la cara desencajada.
—Nada de podríamos
¿Qué te has creído? ¿Qué puedes venir aquí
a pedirme que yo… por tu cara
bonita… te ayude a…
—No, escucha, sé
razonable. Ahora, cuando salga, cierras con llave. En un par de horas, tres a
lo sumo, vuelvo y ya tranquilamente, preparamos la estrategia.
Marta, en pié,
mirándole de arriba abajo y aparentando una tranquilidad que está muy lejos de
sentir, señala la puerta de la calle y
dice masticando muy lentamente las palabras.
— ¡Largo! no quiero
saber nada más de ti. ¡Ah! y procura que nadie me pregunte, porque si depende
de mí… ¡No te salva ni Dios!
Juan coge la gabardina
que dejó en el respaldo del butacón, mira unos segundos a su alrededor y
después se dirige lentamente hacía la puerta, ya con la mano derecha en el
picaporte dice con firmeza:
—Nadie te preguntará
por mí, -sonríe complacido- puedes estar tranquila, pero a ti no se te olvidará
jamás esta conversación.
Sale cerrando la
puerta tras de sí con sumo cuidado.
PEPE RAMOS
Uno
Cuando
llegué a la cafetería para escribir un rato, mi mesa, frente al ventanal,
estaba ocupada por una joven que fumaba apaciblemente frente a una taza de café
vacía.
Yo, que no estaba
dispuesto a perder la tarde, me quedé mirándola con impertinencia, ella no pareció darse cuenta
de nada hasta que, unos minutos más tarde, cansado de esperar, me acerqué y,
con mi mejor sonrisa, pregunté:
“¿Le
importa si me siento?”
Con un gesto de su mano derecha, me indicó
una silla mientras inhalaba, con fruición, el humo de su cigarrillo.
Parecía demasiado
vanidosa pero, ¿Quién me decía a mí que no podía sacar de allí un buen
personaje? Por eso, me senté. Por eso, y porque estaba harto de patear la
ciudad.
Debía tener alrededor
de treinta años, vestía blusa verde,
falda gris y calzaba unos deportivos planos, parecía cansada. Durante unos
minutos me contempló como a una mariposa atravesada por una aguja, después
preguntó:
“Supongo que es usted profesor ¿no? el
portafolios… me precio de ser buena observadora… ¿es usted profesor?”
Como no estaba de
humor para seguirle el juego respondí con cierta acritud.
“No, ahora no, lo fui… en otro tiempo,
ahora… ahora solo escribo…”
“¡Que curioso!, un
escritor… vaya… si lo que quiere es
estar solo ¿por qué viene a mi mesa?”
Durante unos segundos
estuve a punto de dar media vuelta y
salir de allí, ¿quién me obligaba a soportar a aquella impertinente joven? No obstante,
sonriendo, respondí:
“Verá, señorita… acostumbro a ocupar esta mesa y…”
Hizo intención de
levantarse, pero la interrumpí:
“No, por Dios, no, está usted en su
perfecto derecho…”
Dos hora después,
pagué los cafés y me fui, dejándola en la nube de humo que había formado a su alrededor.
¿Fue un encuentro fortuito? Nunca lo
sabré; el caso es que después, ya en casa, no podía dejar de pensar en la
historia que me había contado.
Por lo visto, vivía
sola, había recibido una cierta cantidad de dinero y dejaba pasar las horas
esperaba, no supo decirme qué, solo esperaba… parecía muy romántica… Yo imaginé
que tal vez esperaba encontrar el amor porque, al llegar a este punto advertí,
con sorpresa, que se ruborizaba, me habló de su trabajo de dependienta en una
frutería, se aburría, se comportó con indolencia y la despidieron, después se dedicó a hacer encuestas por las
casas para una empresa de sondeos, aquello, según dijo, era muy duro y terminó
dejándolo, llevaba en paro tres meses y de pronto el fallecimiento de un primo
de su madre, la permitía estar algunos meses más envuelta en sus sueños.
Dos
Sí, allí había una historia, por eso, cuando
volví a encontrarla días después, hablamos como conocidos, ahora, con la
confianza de nuestra supuesta amistad,
hablamos de penas… de soledades ¡Qué más da!, hablamos…
Me avergüenza admitir
que en nuestra tercera o cuarta entrevista le dije, sin saber por qué, que como
ambos buscábamos algo que nos sacase del marasmo de una vida sin norte, ¿por
qué no esperábamos juntos lo que la vida quisiese depararnos?
Fue algo
irreflexivo, un impulso, nunca pensé que
aceptaría porque, estaba a la vista que era ella la que tenía algo que
perder, tenía juventud, futuro, dinero, y ¿yo? ¿Que tenía yo? Fue mi egoísmo
el que me llevó a formular aquella disparatada propuesta y es que…. La soledad
es muy mala, ella, como la cosa más
natural y contra todo pronóstico, dijo que sí, terminó su café y, como dos colegiales, tomados de la mano,
recogimos sus cosas de la pensión y nos fuimos,
juntos, a mi casa…
¿Se adaptó a mis
manías? No lo sé, nunca hablamos de eso, parecía estar alegre, a ella, no le
gustaba madrugar, al atardecer, solíamos salir a los bares, al teatro, a ver
exposiciones, generalmente regresábamos de madrugada.
Yo soy de madrugar, de
escribir alguna cosa a media tarde en los bares y pasar la mañana paseando por
el parque. Con ella todo se trastocó.
Pasaron días, semanas,
quizá meses, no sé, el caso es que una buena ¿buena? mañana, al volver de mi
paseo matinal, ella estaba ya vestida,
sería, sentada sobre su maleta, no
dijo nada, no hacía falta, nos dimos dos besos y salió corriendo en
busca de un taxi...
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