CUANDO TODO CAMBIÓ.
CUANDO TODO CAMBIÓ
José Luis RAMOS
ADELA
Aquel era un día de muchísimo calor, un calor que se metía en los huesos, yo estaba haciendo las fotocopias de un contrato que debía pasar a la firma minutos después y sentía el vestido pegado al cuerpo, solo pensaba en el tiempo que aún faltaba para irme a casa. Una hora y cuarto, en ese momento sonó el teléfono. Era Adrián, sus palabras, entrecortadas, me asustaron. “Mamá, es papá, déjalo todo y ven lo antes posible, es… bueno, es muy urgente” y colgó. No esperé más, me sentí invadida por un extraño miedo, en mi mente solo se representaba la tragedia, algo grave, gravísimo, tenía que pasar para que mi hijo me llamase con esa urgencia y apenas pudiese articular palabra. Dejé todo lo que estaba haciendo y sin más, abandoné la oficina. No dije nada a nadie, ellos sabrían arreglarse sin mí. No era la primera vez que tenía que salir corriendo por un motivo u otro, ya habría tiempo de explicar lo que fuese.
Cuando llegué a casa, nada más dejar las llaves en el
cenicero de la entrada, me encontré, de manos a boca, con don Isidoro, el médico
de familia, que, sin preámbulo alguno, me dijo. “Es Juan, ha tenido un infarto de
miocardio, no he podido hacer nada, ha sido fulminante”. Corrí al salón donde me esperaba mi hijo, que miraba, alucinado, a su padre
sentado en la esquina del tresillo que solía usar para leer el periódico. Corrí
hacía él pero ya estaba muerto.
Me acurruqué a su lado y así permanecí hasta que vinieron de la funeraria para prepararlo. El resto fue resistir, resistir que Lola, mi nuera, me ayudase a vestirlo con un traje oscuro para llevarlo al Tanatorio. Recibir las condolencias de familiares y amigos a los que, simplemente, tendía la mano como una autómata hasta que al día siguiente, tras el funeral me trajeron a casa. Solo entonces pude darme cuenta de la dimensión de mi tragedia, Juan, el hombre con el que había estado casada treinta y cinco años, había muerto y estaba sola. Completamente sola. Ahora sí, ahora podía llorar todo lo que quisiera. Todo se había desmoronado a mis pies, Adrián tenía su familia, tenia a Lola a Rebeca, su laboratorio, su vida organizada, y eso no iba a cambiar pasase lo que pasase con la muerte de su padre. Para mí había caído un manto de soledad, podía llorar a Juan, a ese marido con el que había vivido plácidamente, sin alharacas, sin pasión. Juan había sido un hombre lleno de ternura y sosiego, sin pasión excesiva por nada, ni por mí ni por su trabajo, y ahora, de pronto, me daba cuenta de que lo echaba de menos, cuando Adrián y Lola me pidieron que me quedase unos días en su casa no quise aceptar, ellos tenían su vida, sus rutinas y a mi nieta Rebeca, yo echaba de menos, con ansía, como nunca antes, a Juan, ese hombre que vivía lleno de silencios a los que él llamaba “la paz del hogar” el hombre al que nunca más volvería a ver en el tresillo, con bata y zapatillas, comentando el periódico como para sí, en voz baja, no, Juan no volvería a tumbarse en la esquina del tresillo a leer el periódico y comentar, como por casualidad, qué me gustaría hacer el fin de semana… para, al final, elegir una película en la televisión y un paseo a pie hasta el restaurante donde terminábamos cenando cada sábado.
Ahora, en este aterrador silencio, siento, como el zarpazo de un oso, este silencio de la casa vacía, un silencio que pesa como una losa, cuando la palabra losa se alojó en mi mente me corrió un escalofría por todo el cuerpo.
Han pasado dos días desde el entierro y acaba de llamarme Adrián, sin un cómo estás, mamá: “Mira mamá, me ha llamado don Alfredo, el notario, nos pide que vayamos a su despacho para lo de papá, he quedado con él para el sábado a las doce, no sé si te viene bien, me quedé en blanco al escucharlo y acepté sin pensar, la hora que él me propuso…”
“Vale cariño, quedamos allí a las doce… no sé si habrá que llevar algo… algún papel…”
“No, mamá, no, es él el que tiene que informarnos de lo que haya decidido en su día papá…”
"Vale, vale, pues entonces…-al llegar a este punto Adrián colgó el teléfono y me sobresalté.- me dolió aquella frialdad, Adrián siempre ha sido cariñoso, incluso, en el entierro y con la documentación me liberó de toda preocupación, se desenvuelve muy bien con los documentos y vio que yo no estaba para esos temas pero desde el entierro no me han vuelto a llamar más que ahora y por ese tema.
Una vez más tomo conciencia de que estoy sola, que Juan, mi compañero cariñoso, mi costumbre, ya no está y sin él, mi vida se desmorona.
Vuelven los recuerdos, después de más de treinta años de convivencia estábamos bien juntos, nos queríamos, teníamos a Adrián, a Lola, su mujer, a Rebeca, el trabajo, la cercanía… y nos queriamos, no era un amor pasional, nos queríamos Juan, nos queríamos, y echo mucho de menos tus atenciones, tus detalles, eras un hombre tierno, Juan, y era feliz contigo, muy feliz aunque no me diese cuenta, me gustaba, me gustó siempre, tu orden, tu sosiego ante los problemas y ahora, sin tu apoyo, me siento acobardada, tendrás que echarme un capote de vez cuando Juan, sin ti no sé si voy a poder...
Nunca habíamos hablado de hacer un viaje fuera de España, nos limitábamos a nuestro octubre en Benidorm, cuando todos o casi todos los turistas se habían ido de la playa.
¿Seré capaz de seguir con nuestras rutinas? Yo, que soy tan desordenada, la cena a las ocho, la radio bajita, el cenicero limpio, ahora no habrá cenicero en ningún sitio, yo no fumo, pero si me gustan tus zapatillas, tan calentitas -me miro en el espejo del salón con las zapatillas de fieltro y la bata de Juan que me está muy grande-, el café no, a mí no se me ha enfriado nunca el café, soy demasiado nerviosa, ¿con quién voy a comentar las noticias de política que tanto nos molestaban, tú, Juan, no quisiste nunca
saber nada de ver las noticias en la televisión, decías que eran demasiado vivas, que luego te dolía España... ¿Cómo te iba a doler España si la televisión era solo para ver películas? Tu viejo transistor era el que nos tenía más o menos al día.
No sé que voy a hacer ahora sin ti, cariño, sin que me lleves el desayuno a la cama los domingos... Que también, menuda manía era esa, y las manchas de las sábanas que había que cambiar todos los lunes a cuenta de las manchas de café, ¡con lo que a mí me ha gustado siempre desayunar en una terraza a las diez.! Pero tú creías que eso era lo ideal de un buen marido y, por no discutir, lo he aceptado siempre para tener una vida apacible y tranquila como tú la entendías, que no sé de dónde te sacarías eso del desayuno en la cama... Ahora mismo, daría cualquier cosa por tenerte aquí. con tu periódico, tus zapatillas y comentando lo que pasa en el mundo tal y como tú lo entendías, ¿recuerdas? decías que "El mundo es lo que pasa fuera de casa", que, vaya frase cursi, en fín, que teníamos un vivir sin emociones y un poco monótono, pero yo ahora, con tu marcha, me veo tan sola... aquí, esperando, ¿esperando qué? Que Adrián me invite a pasar un domingo con Rebeca en la piscina, no, ¡de ninguna manera!, lo suyo es que Rebeca venga a casa de la abuela como siempre, porque quiera verme.
Y ahora que lo pienso, tengo que ver los papeles que me dio Andrés y seguir la pista al negocio que tú levantaste, cariño, ahora, salvo que hayas dispuesto otra cosa, tengo que dejar la oficina porque, aunque tú creías que la oficina era para estar entretenida, como tenga que hacerme cargo de la imprenta, tengo que hacer muchos cambios, porque, lo que es Adrián no creo que tenga ningún interés en dejar su laboratorio para coger un mono y dirigir una imprenta.
No sé lo que me encontraré en el despacho de don Alfredo, no pienso que me hayas reservado ninguna sorpresa.
Al final, Juan, has pensado en mí, has dejado las cosas meridianamente claras para todos. el usufructo de todos sus bienes inmuebles, la casa y la imprenta para mi, y a Adrián, le dejaste esos doscientos mil euros como ayuda para sus investigaciones. Siempre has sido un hombre conservador y tuviste el detalle de pensar también en Andrés, por eso, cuando don Alfredo leyó : "Es mi deseo que Andrés Ramírez, mi capataz y amigo, que ha trabajado tanto en la imprenta durante muchos años, en agradecimiento a sus desvelos, le dejo cien mil euros..." Adrián y Lola, como empujados por un resorte, se levantaron de sus asientos y salieron como alma que lleva el diablo.
Don Alfredo los dejó ir sin ningún comentario y luego, ya sentado otra vez me comentó:
“No debe inquietarse usted Adela, yo sé el afecto que
Juan sentía por su colaborador de todos estos años y aunque no esté presente me
encargaré de que sepa que usted acepta los deseos de su marido, porque, deduzco que está de acuerdo, ¿no es así?” –dijo don
Alfredo con voz un poco ronca-.
"Sí, claro, totalmente" -fue mi respuesta, y él lo anotó allí mismo a lapicero en el mismo testamento para reflejarlo después en la copia definitiva.
Quince días mas tarde todas las partes teníamos copia del testamento y tanto Adrián como Andrés habían recibido el ingreso correspondiente en sus
cuentas bancarias, pero la relación entre mi hijo y el capataz no pudo quedar más dañada.
Días después, muerta de aburrimiento, me presenté en la oficina de la Constructora para renunciar a mi trabajo de secretaria aduciendo que no me sentía con fuerzas para trabajar en las condiciones anímicas en que me encontraba.
Solo Javier, el director, me comentó en su despacho y tras un leve cruce de frases hechas respecto a mi actual situación me obligó, con cariño, a reconocer que el verdadero motivo era que tenía que atender mi propio negocio.
Fue duro entrar a formar parte de la empresa que Juan había creado y comprender el amor que siempre había sentido por mí, me tocó llorar al ver en la oficina de la imprenta, las fotografías más importantes de nuestra vida juntos, la foto de nuestra boda, el nacimiento de Adrián, su boda, el nacimiento de Rebeca, nuestras vacaciones en la playa..., en todas las fotos estaba yo. Me costó lograr la entereza necesaria para abrir los cajones y revisar papeles, facturas cobradas, facturas pendientes, en esa tarea estuve embebida durante las primeras semanas, tomando notas para comentarlas con Andrés para ver qué había que hacer con los morosos, que, al parecer, eran bastantes y estábamos a un mes del pago trimestral de IVI.
ADRIÁN Y LOLA
Desde que recibí la llamada, confusa e intermitente de papá supe que era el fin, por eso, llamé a don Isidoro, y nos presentamos en casa de mis padres, el pobre estaba en sus últimos estertores.
Aunque no me sentía con fuerzas para nada, abatido y todo, siguiendo el consejo de don Isidoro me hice cargo de la situación, avisé
a mamá y comencé los trámites con el seguro de decesos, comprendí que ella no
estaría para nada en ese momento, por eso, haciendo de tripas corazón, volé de un lado para otro intentando que mamá se
sintiese arropada.
Solo tenía en mi mente una idea, mi padre
acababa de morir y era mi deber, Lola me corroboró que estaba obrando bien, veía a mamá muy ida, como si se le hubiese escapado la sangre de las
venas. No daba señales de enterarse de lo que ocurría.
Luego, cuando vi que Andrés, al darle el pésame, le entregaba unos papeles a
la firma, allí mismo, con mi padre de cuerpo presente, me sentí incapaz de decir nada, no podía armar un escándalo.
Después, por obligación, ofrecí a mamá que se viniese unos días con nosotros y tanto Lola como yo, agradecimos que no aceptase, insistió en irse a su casa, según dijo, necesitaba estar sola, pues bien, yo no insistí ofuscado por lo que había visto y aunque a mí la imprenta no me importa lo más mínimo me molestó que Andrés se atreviese a algo así en esas circunstancias, pero ya se irá viendo que trama y el tiempo dirá en qué queda todo. Gracias a Dios no me hace falta el dinero, solo me duele que Andrés se aproveche y termine siendo el dueño del negocio que levantó mi padre a lo largo de toda su vida.
Cuando mamá se puso al frente de la imprenta pensé que,
dos y dos… pero, al parecer me he equivocado con Andrés ha demostrado que es un buen tipo, pero yo no tengo por qué darles la
bienvenida a esa supuesta felicidad. Sería demasiado.
ADELA Y ANDRÉS DOS AÑOS DESPUÉS
Parece que estoy condenada a vivir una vida anodina,
primero Juan, con el que fui y me sentí querida y ahora,
por ternura, soledad y búsqueda de compañía estoy dispuesta a intentarlo de
nuevo con Andrés. ¡Si seré boba!.
La verdad es que, de lo que tenía antes con Juan no
queda nada, ni siquiera el cariño de Adrián y Lola, de la niña no hablo porque,
con siete años hace y dice lo que le digan papá y mamá , que son muy buenos y para ella, muy sabios .
Será normal o no pero el hecho es que, en los últimos tiempos, he pasado más
horas con Andrés que en mi casa. de hecho, cualquier excusa es buena para no encerrarme entre esas cuatro paredes, ni Adrián ni Lola me llaman ni se personan por casa, no tengo otra compañía que la de Andrés, a veces pienso que lo anterior a la muerte de Juan ha sido un espejismo, y a la nieta, cariño mío, no la
cuento, y aunque Lola, es de justicia reconocerlo, algunos días, sin más, se cuelga del teléfono y me tiene al día de sus
vidas, a mi me gustaría intimar como antes, vivirlo en vez de que me lo cuenten.
Todo ha venido rodado, la amabilidad de Andrés, su
capacidad para estar al frente de los temas que van surgiendo, la sinceridad con que me plantea todos los
problemas que surgen en el día a día en la imprenta, me han dado mucha confianza y luego
que, si vas a ver, no está mal para tener cincuenta años, por eso, cuando me decía requiebros de lo guapa que iba, de lo que le gustaba, de por
qué no le acompañaba a comprar material, cuando ibamos de un sitio para otro a comprar unas resmas de papel más
baratas y de mejor textura o incluso a adquirir, que ahora sí se podía, una
máquina laser moderna, que nos vendría muy bien… el estar juntos
todo el día, el reir ante una cerveza y una lata de berberechos con los obreros en las pausas… y, por qué no, ese entusiasmo suyo por conseguir nuevos clientes... se diría que lo hacía como si la imprenta fuese suya me ha hecho sentir por él algo que
no había conocido nunca.
Por eso, cuando me dijo que estaba enamorado de mí, allí, en pleno barullo de las máquinas y un ruido atronador, la verdad es que no me pareció tan sin sentido. Solo cuando se quiere se entrega uno como lo
hace él.
Por eso, y por la soledad de hospital que tengo en casa, le dije que me lo pensaría y al pensarlo, me he ilusionado con la idea de tener un hombre en casa al que querer y que me quiera, sin sueños de novela rosa, ni viajes a la Ribera Maya… nada de eso, solo normalizar como algo bueno lo que sentimos los dos por distintos motivos. Me gustan sus manos grandes, su mirada tranquila, su aspecto sosegado, en eso se parece mucho a Juan, en que es un hombre trabajador y fiel. Hemos vivido momentos en los que notaba que era feliz a su lado pero si no me lo hubiese propuesto lo habría dejado ir. Por eso, que a mí me parece suficiente, volví a vestirme de blanco. Porque le pareció que dos años de soledad no era bueno para mi vida. Aunque, como era de esperar, a Adrián le pareció mal, yo se lo dejé muy claro:
"Te informo, no te pido opinión"
“Nos casamos. Me hace ilusión. Me merezco vivir en pareja, creo
que obro bien”.
ANDRÉS Y ADELA
No pensé, ni en mis mejores sueños que Adela me iba a aceptar, sabía que estaba a gusto conmigo, esas cosas se notan, lo pasamos bien, tenemos una cierta intimidad pero de ahí a casarse… Tampoco tengo tanto que ofrecer, ganas de trabajar, experiencia, juventud, no sé, a mis cincuenta años y el estar soltero no es garantía de nada, pero, tanto en el trabajo como en los viajes a comprar material, sobre todo en los viajes, hemos tenido muy buenos momentos.
Todas las llamadas de Adrián o de Lola iban en el mismo sentido.
“¿Te has vuelto loca, mamá, ese tipo se va a quedar con todo, a
la gente como él solo les interesa el dinero”
Lola, con más tacto intentó convencerme con otros argumentos.
“Adela… mamá, entendemos que te sientes sola, pero piensa en
lo que papá hubiera querido. No puedes casarte con ese... empleado, Èl, papá,
confió en ti para continuar con la empresa, no para entregársela a alguien como…”
Le colgué el teléfono. No tanto por las palabras,
sino por el egoísmo que revelaban. Siempre he sabido que tanto Adrián como Lola son buenos y quieren lo mejor para mí, y no puedo culparles por no aceptar a Andrés, me hubiese gustado que, superado el primer momento del notario, una vez que las cosas quedaron claras tuviesen el sentido común y cierta empatía suficiente como para pensar en mi felicidad.
Me duele que vean en peligro la
herencia familiar cuando yo lo administro pero algún día será todo suyo, es una pena que no sepan verlo y que se cierren como una lapa cuando no lo necesitan, tienen, gracias a su esfuerzo y tesón una buena vida al margen de todo esto.
Andrés y yo hemos dialogado largamente sobre el tema y me gustó escuchar de sus labios:
“Yo, cariño, tengo mi trabajo y no necesito nada
más. Pero sí quiero estar contigo. Y si eso le molesta a Adrián, a Lola o al
demonio, tendrán que aguantarse siempre y cuando tú y yo estamos de acuerdo en querernos y ser
felices juntos.
Descubrí, tarde, pero a
tiempo, por las palabras tanto de Adrián como las, más mesuradas de Lola, que la vida hay que vivirla y no iba a pedir permiso para ser feliz.
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