MI PADRE Y LOS OLORES.

 Mi padre y los olores.

                Un relato de Pepe Ramos

Mi padre trabajaba cuidando vacas de leche. Apenas lo veíamos. Mi madre siempre decía, y no faltaba razón, que mi padre aparecía, como los lobos. De noche, siempre que no hubiese parto y tuviese que esperar y cuando papá la oía, casi siempre sonreía, pero sin decir nada. Era más de preguntar que de explayarse en palabras.

Solo estuvo en casa todo el día durante unas dos semanas o así, cuando cayó enfermo de los pulmones y tuvo que guardar cama sin poder ir a trabajar. En esos días, venía el practicante a ponerle una inyección diaria de algo relacionado con la respiración.

El practicante era un hombre muy delgado, bajito, siempre con corbata roja y traje azul, seguro que no tenía otro, porque siempre venía vestido igual.  nada más llegar, ponía a hervir un cuenco de metal en el que echaba algo de alcohol para desinfectar la jeringuilla y en un periquete había terminado.

A papá no le gustaba que yo estuviese jugando por el pasillo cuando estaba en casa el  practicante, pero como mamá estaba en la oficina y Mary Flor en sus clases podía hacer lo que me pareciese y tenía ganas de estar con mi padre, que no lo veía ni los domingos, papá me lo dijo una de esas mañanas: "Pepe, sabes que no me gusta que estés husmeando por la casa mientras me ponen la inyección, me pongo nervioso", eso me lo decía cuando el practicante ya se había ido porque papá era muy mirado para esas cosas, no fuese a parecer gruñón ante el practicante que era un señor muy fino.

Durante el tiempo que estuvo enfermo papá yo procuraba estar en casa en cuanto salía del colegio pero, el día que la señora Carmen, la de las zapatillas de goma, "se dedicaba a recortar las zapatillas que le traían de la fábrica con unas tijeras muy grandes", su marido también estaba enfermo, pero ese ya había venido enfermo de la guerra y siempre le conocí así, de cara amarilla y manos muy blancas, muy bien afeitado y con un vasito de vino en la mano sentado en una tajuela a la puerta de su casa, por eso tenía que trabajar la señora Carmen, los niños tenían que comer, decía siempre, si no ando al loro no comen... Por eso,  un día que me pidió que fuese a buscar cisco a la carbonería, dejé la cartera del colegio en su casa y salí corriendo, no me dí cuenta al llegar a casa de que me había manchado las pantalones de cisco y cuando me acerqué a darle un beso, me miró extrañado desde su cama y preguntó:
—¿Qué te ha dicho la señora Carmen?

No supe qué decir. No podía negar que ella me había mandado a casa del carbonero a buscar cisco, y que me había dado una perra gorda de propina. (entonces, una perra gorda era mucho dinero, se podía comprar hasta un bollo de pan o un membrillo, y con dos monedas un helado al corte). mucho dinero para un niño de nueve años.

—Que fuese puntual y limpio al colegio —le respondí—.¡Ah!, y que estudiase para el día de mañana... ¡Qué manía os ha dado a todos con el día de mañana...!

—Bueno, bueno —dijo papá—, ¿y qué más te dijo?

—No sé... ah, que le llevase una peseta de cisco, me dió una herrada y fuí a la carbonería del señor Tomé. Y me dio una perra gorda de propina. Mira, -y le enseñé, orgulloso, mi perra gorda-,

—¿Te gusta la señora Carmen? —me insistió.

—Sí, papá. Huele a chocolate.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque me pidió que pasase a la cocina, y allí olía a chocolate.

—¿Pero olía a chocolate ella o la cocina? No vaya a ser que estuviese preparando chocolate para la merienda...

—No. La señora Carmen huele a chocolate.

Mi padre me miró conteniendo la risa con una mezcla de seriedad y de sorpresa.

—Y eso de los olores, ¿de dónde lo has sacado?

—No sé. A veces huelo a la gente...

—¿Y yo? ¿A qué huelo yo?

No me atrevía a decirlo, pero al final, como me miraba con aquella guasa que me ponía colorado, se lo dije:

—Tú, papá... hueles a leche de vaca.

—Ah, pues muy bien. ¿Y te parece un buen olor?

—Sí. Es bueno. Es alimenticio.

Se quedó un rato callado. Luego preguntó:

—¿Y si no trabajase? Por ejemplo, ahora que estoy enfermo. O si estuviese en paro...

—Entonces... olerías a vino. Como el señor Tomás, el de la Concha. Ya sabes, el padre de Teo.

—¿Pero tú crees que yo voy a oler a vino?

—No, papá. No. Tú no vas a oler a vino.

—No, hijo. Espero curarme pronto. Acercaté. - me pidió y me dio un beso en la mejilla-. No se me olvidará, porque mi padre no era de estar dando besos por ahí,

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