MENSAJE DE ANTONIO A SU PADRE
Mensaje de Antonio a su padre
Pepe RAMOS
Antonio mira a su padre desde el marco de la puerta. Ernesto es un viejo encogido, de manos sarmentosas, se ha quedado dormido en el sillón de orejas, vive en casa de su hijo Antonio desde que se fue ella, está calentito, cubierto con la manta zamorana que le regalaron por su santo, se ha quedado dormido, en los últimos años se queda dormido en cuanto está cómodo, casi siempre, como ahora, con un libro abierto entre las manos, tiene la boca entreabierta y las viejas gafas de concha, torcidas, la novela abierta por la mitad, su actividad casi absoluta en los últimos tiempos es leer o intentar escribir sus recuerdos, aunque nunca lo ha logrado del todo.
Antonio sonríe, siempre supo que su padre era un hombre de sueños frustrados, sueños que no logró materializar como hubiese querido, siempre, se le cruzaban por delante las novelas o los programas de la radio en sus años mozos, cuantas veces les habrá contado historias de joven eterno estudiante de mil cosas que nunca acababa, Ernesto, quizá fruto de sus lecturas, siempre tuvo una forma especial de habitar el mundo.
Antonio recuerda que por lo general no era de mucho hablar, era más bien un padre sentencioso, refranero, como si toda su enseñanza se pudiese expresar con las frases de otros. No era hombre de gestos teatrales ni grandilocuentes. Tenía una forma de aconsejar con frases del tipo de "Haz lo que yo te digo y no hagas lo que yo hice", Antonio, de niño pensaba que se refería a que no fumasen como lo hacía él, pero era algo más profundo que descubrirían con el tiempo, siempre tuvo un afán protector, aunque fuera sobre cuatro paredes, todos debían sentirse protegidos.
Su mayor pesar fue no haber hecho caso a los consejos del abuelo Tomé, y su frase mas frecuente cuando eran jovencitos y había problemas económicos era "Donde no hay harina todo es mohina" tanto Antonio, como sus hermanos Andrés y Tomé supieron siempre que se refería a que no había dinero o que el dinero escaseaba y no alcanzaba para comprar zapatos, o pantalones o una cartera nueva, era más importante pagar el recibo del colegio. La casa se llenaba de extraños silencios cuando las cuentas no cuadraban.
De niño, no entendía del todo por qué su padre llegaba tan cansado, por qué a veces comía poco y se encerraba en la cocina a fumar sin decir palabra. Después, con los años los tres comprendieron y ahora lo agradecen.
Ernesto no fue funcionario, ni abogado, ni arquitecto como hubiese querido el abuelo Tomé. Fue un simple administrativo y algo más difícil y que no se aprende en los libros, un hombre luchando contra las pesetas, hecho a vivir siempre con lo justo y que puso todo su amor, su inmenso amor, al servicio de su familia, sin exigir, hablando con sus obras sin presumir de sus desvelos pero pidiéndoles que aprovecharan las oportunidades que él no aprovechó para ser buenos profesionales y grandes personas, aconsejando siempre con esa esperanza de que ellos pudieran llegar donde él no tuvo el coraje ni la fuerza de llegar, mostrando con su vida el pesar que arrastraba por ello.
Antonio, que ahora tiene un despacho con su nombre en la puerta y una vida tranquila construida con esfuerzo y estudio, sabe que no estaría allí sin los ímprobos sacrificios de sus padres, Ernesto y Clara y sus desvelos que nunca fueron escasos. Él y sus hermanos son, de algún modo, la continuación de una historia interrumpida. Las páginas que su padre no pudo escribir, ellos las han llenado con tinta propia.
—¿Estás bien, papá? —le pregunta desde la puerta.
El padre, somnoliento, abre los ojos y asiente con una leve sonrisa. Mira a su hijo con sereno orgullo y Antonio se acerca, le acomoda las gafas, le cierra el viejo libro que su padre intenta leer por enésima vez.
—¿Sabes qué, papá? Todo lo que tú soñaste para ti, nosotros lo logramos gracias a ti.
El viejo Ernesto baja la mirada, quizá con algo de vergüenza pero en su pecho, algo se acomoda. Sí, Antonio está seguro de que Ernesto ve que ha merecido la pena el sacrificio de toda una vida, ese sacrificio que tuvo que hacer por sus hijos y que ellos han sabido aprovechar.
Y eso, piensa ahora Antonio mientras lo arropa, también es un legado. Aunque no venga con testamento ni con título colgado en la pared.
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