DENTRO DE LA MISMA RUTINA
DENTRO DE LA MISMA RUTINA
Aníbal Sánchez se quedó solo en el pueblo a los cincuenta y cinco, como un roble viejo en medio del campo. Sus hijos, uno a uno, se fueron marchando a la capital en busca de una vida mejor a la que tenían con su padre, lejos del surco, del polvo, del sudor. Los tres hijos que tuvo Anibal con Rosa fueron siempre su gloria bendita, "salieron listos los condenaos" ahora tienen sus trabajo con horario de oficina, sin azada ni yunta, sin el olor a tierra recién removida ni el canto del gallo.
A las seis de la tarde, vuelven cada uno a su casa en el autobús, besan a los crios y a la mujer, ven un rato la televisión mientras cenan y se acuestan para despertar al día siguiente, a la misma hora, dentro de la misma rutina.
Aníbal, en cambio, vive en otro tiempo.
Se despierta cuando canta el gallo, sin prisa. Prepara su café con leche migada, lo toma sentado frente a la ventana que da al corral, y antes de ponerse la chaqueta, se acerca a la repisa donde está la foto de Rosa, su señora, y le da un beso suave en la frente de papel. A Rosa se la llevó un mal dolor que vino de golpe, sin avisar, una punzada certera que le paró el corazón en un ratín. Una tarde estaba poniendo lentejas en remojo, y a la siguiente, ya no estaba. Así, sin ruido. Como hacen las cosas los que se van con elegancia.
Desde entonces, Aníbal no falta a su ritual. A eso de las ocho y media, con la azada al hombro, toma el sendero que lo lleva al campo.
Los amigos se rién de él cuando dice queLa tierra le habla, le pide cosas distintas según la estación: "ahora hay que limpiar los surcos, mañana tocará atar los tomates, pasado recoger las patatas". Eso le dice la tierra, eso y que está en su sitio, donde nació y donde dormirá algún día, cualquier día, como Rosa, como los padres que hicieron lo mismo que él hace ahora. Los padres, "esos si que sabían vivir, tranquilos, a lo suyo, la paz de la vida serena, sin una voz más alta que otra, sin alharacas, sin sueños ni fantasías, como se ha vivido toda la vida de Dios"
Cuando suenan las campanas del ángelus en la torre, recoge sus cosas, se lava las manos en el pozo que cavó su abuelo, cogiendo el agua con la herrada, ese agua fresquita que espabila los dedos cansados. Luego, vuelve a casa sin prisas, por el mismo sendero, deteniéndose a veces a mirar cómo se mecen los trigales.
Antes de encerrarse en casa, se pasa por el bar, pide un chato de vino y un pincho de tortilla. Charla un rato con los cuatro vecinos que quedan en el pueblo, que como él están solos, los amigos de la partida del domingo, los que como él, llevan en el pueblo toda la vida—, con ellos recuerda algún chascarrillo de juventud repetido mil veces y a eso de las diez, se marcha a casa, a cenar algo caliente, cualquier cosa, y a dormir.
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