LA TELEVISIÓN Y EL PODER

 


Un relato de Pepe Ramos.



Cada noche, en miles de hogares, la escena se repite: alguien enciende la televisión, escucha al presidente hablar, y suelta un insulto al aire. A veces con rabia, otras con resignación. Como si gritarle a la pantalla pudiera cambiar algo.

Mientras tanto, en su despacho bien iluminado, el presidente  sonríe con calma. Sabe jugar el juego. Domina las palabras, los gestos. Cada crisis es una oportunidad de estirar un poco más el hilo del poder. El presidente es malabarista, sí. Y equilibrista. Pero sobre todo, tiene muchos ojos que observan las reacciones de la ciudadanía y se lo cuentan, por eso, por esos ojos que observan lo que pasa ahí fuera, el presidente, cualquier presidente, es un  espectador experto de una ciudadanía cada vez más dividida. Cuanto más dividida más fácil de dominar.

Los que lo critican en voz baja, en la mesa del bar, en un tuit que se pierde entre otros millones, o frente a un informativo de televisión que no escucha. El, seguro de sus alianzas, camina por la cuerda floja hasta el final de la legislatura.

Lo que el poder a veces olvida es que hay un día en que las pantallas se apagan. En que los gritos frente al televisor se convierten en pasos en la calle, en papeletas en las urnas, papeletas con decisión, papeletas que son voces que ya no piden permiso para ser escuchadas. 

La reacción a veces tarda. A veces duele. Pero llega.

Porque, al final, ningún malabarista puede sostenerse sin público. Y si el público se levanta y se marcha... cae el telón. O eso esperamos.

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