EL BILLETE 134.P
EL BILLETE 134.P
Habíamos pasado el fin de semana con la familia en Madrid y optamos por el tren de las 19,30 de Madrid a Salamanca aunque llegaríamos a las 23,05 a Salamanca. Me sorprendió que fuse casi de bote en bote y que en su mayoría fuesen estudiantes que volvían a reanudar sus estudios.
Pensábamos que se nos haría muy pesado un viaje de más de tres horas pero no contábamos con un pequeño incidente que lo cambió todo en pocos minutos.
Unos asientos delante de nosotros iban dos chicas jóvenes, tendrían alrededor de veintidos años más o menos, desde que subieron no dejaron de tener gestos de complicidad que hacían las delicias de los mayores con el comportamiento distendido de quien está acostumbrado a prescindir de la opinión de los demás, se comportaban con ese aire de complicidad que solo los enamorados conocen.
Las risas, los susurros y gestos cómplices les hacían objeto de todas las miradas, daba la impresión de que ellas iban totalmente ajenas a las miradas de todo el coche que no perdía detalle de lo que ocurría en los asientos 133 y 134.
Se diría que todo iba a terminar con un par de besos robados, algunas caricias y pare usted de contar, lo que estaba claro era que provocaban una atmósfera de "teatro de calle" un poco subido de tono hasta que...
La puerta del vagón se abrió con estrépito y una joven, morena y delgada entró arrastrando una gran maleta por el pasillo hasta llegar a la altura de las viajeras juguetonas, se paró ante ellas y con cierta timidez dijo, como para sí misma.
—Disculpen, es que ese asiento...
La chica rubia que ocupaba el asiento del pasillo con una voz algo ahogada, la interrumpió. -Qué pasa-,.
—¡Es que este es mi asiento! —respondió la joven recién llegada.
Las chicas comenzaron a protestar al unísono. -El vendedor de billetes se ha equivocado, nosotras vamos juntas, estamos en estos asientos porque somos pareja ¿sabes guapa? y vamos a casarnos a Salamanca", las dos hablaban a la vez y a toda velocidad, como si tuviesen mucha prisa y cada palabra fuera una defensa en un juicio.
La joven de la maleta grande se quedó petrificada, sin saber qué hacer ni qué decir.
El murmullo de los demás pasajeros iba en aumento, unos estaban a favor de la recién llegada, otros, de la pareja que les estaba amenizando el viaje. Alguien masculló algo sobre la libertad de los jóvenes y el amor en los tiempos modernos, otro gritó, "¡Que se siente en otro sitio!"
La joven de la maleta no entendía nada, todo parecía extrañísimo, seguía con el billete en la mano y con la boca abierta pero sin articular palabra, se sentía perdida en su propio drama, mientras la pareja de enamoradas la miraban con cara de pocos amigos.
En ese momento, apareció el revisor. Un hombre de unos cincuenta años, canoso, de tripa prominente y bigote de largos mostachos, con su uniforme gris y esa mirada de quien ya lo ha visto de todo, se acercó lentamente, como si supiera que todo iba a arreglarse en un santiamén.
—A ver... —miró su cuadernillo y comprobó con calma—. La joven rubia está en el asiento equivocado pero... veo que vienen juntas... -miró a la joven de la maleta que le observaba con extrañeza-,... ustedes... bueno, por no separarlas, creo que esta señorita podría venirse conmigo a otro coche... ¿no le importa, verdad?-no dio tiempo a que la joven respondiese-,... y yo, con gusto la acompañaré a un asiento cómodo y en el que puede ir viendo el paisaje...".
La joven de la gran maleta no sabía si reír o llorar. "Pero... ¡no lo entiendo! ¡Esto es un atropello!, ese es mi sitio... pueden irse ellas dónde estén más cómodas" exclamó desconcertada.
El revisor, levantó un dedo y dijo lo que todo el coche esperaba escuchar: "Si, claro, no lo entiende... Pero, la mejor solución es que usted se venga conmigo, yo le busco un asiento cómodo y con ventana...-Miró de nuevo su cuadernillo-, en el coche cuatro hay un asiento estupendo para usted, como le digo... incluso puede colocar la maleta a su lado si quiere..."
La joven, algo desconcertada, aceptó la propuesta, tras lanzar una mirada de furia a las dos chicas, que no podían dejar de sonreír burlonas.
Y un aplauso, espontáneo, recorrió el coche, tanto unos como otros, todos entendieron que, al final, se zanjaba la discusión con una cierta complicidad.
El tren siguió su camino, ahora un poco más alegre, en su lento caminar hasta Salamanca.
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