SIEMPRE SUPE QUE ESTO NO ACABARÍA BIEN.

 




SIEMPRE SUPE QUE ESTO NO ACABARÍA BIEN.


                Un relato de José Luis RAMOS

Me despierto con un dolor intenso, muevo un brazo y palpo sangre, la pierna me duele como si un puño la apretara por dentro; la espalda me arde donde antes, en la noche, alguien creyó que un golpe en los riñones sería la firma de su venganza. Le doy un manotazo al borde de la cama y compruebo que todo es cierto: la herida, la sangre seca, el jadeo en mi garganta.

 Alguien me ha traído a un hospital y me han curado. Una enfermera me observa inquisitiva. "Ya ha despertado", dice casi en un susurro. Un hombre muy trajeado se acerca y pregunta a bocajarro. "¿Sabe usted quien le ha disparado?" Lo sé pero no voy a descubrir mis cartas. "No, señor, no sé que ha ocurrido". "Bien, cuando esté en condiciones de salir de aquí debe presentarse en Comisaría de Policia y presentar una denuncia. ¿Me entiende?". "Sí, señor, le entiendo... Cuando salga de aquí..."

 Acaban de darme el alta y mi mente es un molinillo que va y viene. Tres años. Tres interminables años dentro de los muros de la cárcel te enseñan a contar las horas y a meditar, el tiempo y la soledad te hacen ser cauto, el torbellino de la memoria no cesa, se instala en tu cabeza. Luego, al salir de la cárcel, miras las tapias, las torretas, y  te ves enfrentado a esos locos sueños que te han llevado a tu presente de manos vacías y esta cojera que me hace diez años mas viejo, no eres capaz de soportar ese run run de tu cabeza, tienes las ideas claras, sabes lo que tienes que hacer, vas a terminar de nuevo entre rejas, pero no importa, con los pocos euros que te han dejado a la salida ¿Qué vas a hacer? tienes un tiempo escaso para vengarte, para que se sepa quién eres..

En mis años mozos me dijeron que la vida siempre da una segunda oportunidad para empezar de nuevo. Mentira. La vida fuera es la misma que dentro, pero con menos café y más miedo al incierto futuro.

 Me acuerdo de la joyería, el vidrio hecho añicos, me acuerdo del reparto, de la promesa incumplida... Me acuerdo del que me disparó, un compañero que  no me miró a los ojos cuando compartimos el dinero que nos habían dado por las joyas, se llama Fito, Fito siempre tiene hambre, hambre de todo, de comer, de dinero... de todo; por eso me vendió en el juicio, es el rencor de la envidia que se le pegó al alma. Algo me decía que me iba a traicionar y así fue, tuve que sufrir su impostura en el juicio, ver como él salía bien parado haciendo que a mí me condenaran a los cinco años que luego se quedaron en tres porque yo, dentro de lo que cabe, soy buena gente.

Declaró que yo me había  ido de rositas antes de que nos pillaran, él sabía que parte del botín se había ido en abogados y en la huida. Entonces demostró su cobardía y su miedo, incluso narró al fiscal la trama del atraco excluyéndose, menos mal que mi abogado tenía pruebas y no pudo salirse libre de polvo y paja como pretendía.

Mi pierna protesta, me impone un ritmo más lento, pero, la cabeza —esa que te destruye con el run run de los recuerdos— no tiene cojera.

 Veo su cara en la barra, igual que la vi la noche en que me disparó y me abandonó en el suelo, desangrándome, creyendo que me había matado. 

Por eso, ahora, viéndolo acodado en el mostrador con su copa de coñac a medias, no me tiembla el pulso. La navaja que escondo en el bolsillo del pantalón, quiero que la escena tenga  público, necesito que se sepa que este va a ser el final del que me intentó eliminar a traición en la penumbra. Quiero que los parroquianos lo miren y vean como se le apagó la luz de los ojos. Por eso, me acerco cojeando e introduzco la navaja entre las costillas de Fito que, por un momento, parece que se agita pero, a medida que la navaja se hunde se queda quieto, congelado. No ha sido algo sorprendente, no he sentido nada, nada. 

En un primer momento, quizá por la sorpresa, la gente se queda quieta, como si en ese instante entendieran que algo grave está pasando y prefirieran no mirar. Fito me mira al caer y su mirada no es de miedo. Sus ojos se quedan fijos mirándome asombrado. Hace un ruido sordo al caer. Yo apoyo la muñeca en el mostrador para no perder el equilibrio. La pierna me grita, no hay victoria que valga, se hace un silencio de funeral. Me quedo allí, con las manos manchadas, parado ante la gente que me mira como si no se pudiese creer lo ocurrido, no escapo, ¿para qué?. Recojo la navaja, la limpio en un pañuelo de papel y uno de los hombres que miran se lleva las manos a la boca. Otro llama a la policía, yo, muy tranquilo, me siento en el taburete que Fito ha dejado vacío. Nadie me empuja; nadie me teme. Les miro uno a uno y, en voz alta digo. "Esperaré aquí,"

No quiero justificarme, no busco lágrimas. Me dejo llevar cuando llegan dos policías, tengo la misma cara que cuando salía de la cárcel: esa máscara de apatía que aprendí en prisión. Cuando me esposan, siento la fría certeza de que la cuenta se ha saldado.

En el coche patrulla me miran con una mezcla de curiosidad y disgusto. Yo miro mis manos que huelen a sangre y pienso en los tres años que me hicieron ser así, en los abogados a los que pagué con parte de lo que debía ser de todos, en las noches sin sueño. No siento remordimiento; siento la calma del que ha cumplido con algo que no tiene nombre.

En el juzgado los bancos crujen, la gente habla en voz baja. Doy mi versión sin adornos: lo sucedido, lo planeado, la navaja, la sangre, la espera. Digo solo lo que fue. El juez anota, pregunta, y yo respondo con la misma naturalidad con la que un hombre se ata los zapatos.

Mientras me conducen a una nueva celda pienso en la gente que miró caer muerto a Fito y no sé si eso será suficiente en un papel, en un veredicto, en la mirada de los que esperan justicia. Solo sé que la puerta se cerró detrás de mí y no tuve más miedo que el que sentí al verme en la calle sin futuro. siento en la falta de todo lo que he sentido siempre y que me acompañará mucho tiempo, mucho. Tal vez no salga nunca de aquí.

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