¿Eres o no eres feliz?
¿Eres o no eres feliz?
Se sienta frente al ordenador sin esperanza de respuesta, sin emoción verdadera. El cursor parpadea con indiferencia. Lleva días en esa tarea y ya ha leído todo lo que escribió años atrás. Historias llenas de personajes que nunca vivieron más allá de los dedos sobre el teclado. Siente el impulso de borrarlo todo, pero no lo hace. Algo lo retiene. Quizás el miedo a no tener nada más que decir, ni siquiera a sí mismo.
A veces, cuando la casa lo asfixia, sale. Camina sin rumbo. Habla con quien se deje. Con extraños, los conocidos lo esquivan, lo temen, no saben qué hacer con él.
Así que se detiene en una plaza o junto a una parada de autobús, y cuenta su vida, algunos lo escuchan. Otros lo toleran. Hay momentos breves, fugaces, en que al decir algo en voz alta, siente que la tristeza retrocede, como si hubiese conseguido engañarla, como si pudiera hacerla esperar fuera de él unos minutos.
Cuando trabajaba todo el día, los trámites, los papeles, las órdenes, el ajetreo cotidiano lo envolvía, entonces pensaba que todo tenía un sentido, un por qué, una dirección, aunque no supiera cual. Volvía cansado. no dormía bien, pero descansaba. Descansaba en la ilusión de que algo cambiaría en cualquier momento: una llamada, una propuesta, una sorpresa.
Pero eso nunca ocurrió. Fueron cayendo los años como hojas secas, sin hacer ruido y llegó, por fin, la tan ansiada jubilación.
Pensó entonces que tendría a su libre albedrío la libertad. Los viajes del Imserso o del Club de los 60, las caminatas al sol por ciudades antiguas. Podría escribiría una novela, ¿por qué no?. Quería contar las peripecias de su vida: los años de emigrante, los hoteles impersonales, los trabajos con grupos de hombres que no se llamaban por su nombre sino por su apodo. Había vivido mucho, o eso creía él.
Pero... cuando se sentó a escribir, descubrió que no había historia. Solo retazos de vida que no importaban a nadie. Una habitación de hotel con olor a lejía, una conversación que se apaga como el cigarrillo que se abandona en el cenicero, un café que queda intacto porque se enfría mientras uno piensa en otra cosa.
Y así fue dándose cuenta de que la vida no siempre se convierte en un relato.
Y ahora, sus hijos, que saben de sus sueños, lo observan y está viejo, pero no de edad, sino de espíritu, de deseo, de ganas. Ellos no lo saben, pero quizá sí hay motivo para preocuparse, ¿A santo de qué su padre tiene que querer ser feliz? ¿Qué bobadas son esas? ¿Es que le falta algo? Definitivamente, su padre no tiene por qué querer ser feliz. El piensa que no tiene por qué sentirse culpable de sus devaneos, de esos pensamientos que nadie entiende, que son "cosas suyas", el eco de un sueño que nunca pudo materializar.
Ahora vive así, en una calma hueca. Nada le entusiasma, nada le hace sonreir. Come sin hambre, duerme sin sueño, escribe sin querer escribir. Se deja ir, como el goteo de un grifo averiado.
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