LA CAZA DEL ULTIMO BANDOLERO.

 

 La caza del último bandolero

                                José Luis Ramos Martín

El cenicero delata que esa tarde está seco, lleva meses escribiendo sobre sus años de Guardia Civil y la época en que le tocó perseguir a los últimos "maquis" en los montes de León, su mente, agobiada por los recuerdos, le tortura, trayéndole una y otra vez, en aquella calurosa tarde de julio, el miedo, el frío y la angustia que vivió en las jornadas en que tuvo que acabar  con  "Tatín", siente las manos húmedas, y mira, obsesionado, el cenicero lleno de colillas, aplastadas con violencia sobre el cristal, sabe perfectamente que eso es  prueba evidente de su incapacidad para trasladar al papel el testimonio de su feroz lucha como guardia civil y la contradicción de tener que obedecer ordenes muy concretas y ejecutándolas por disciplina.

No es capaz de escribir lo que su mente tiene tan vivo y poner sobre el papel la crueldad de aquellos hechos, nada, no puede, no es capaz de  continuar el  manuscrito, ni el teclado, ni el cursor, parpadeando con impaciencia, logran sacarlo de la violencia de las imágenes que se agolpan en su memoria.

Revivir de nuevo aquellos meses en que combatía a aquellos hombres ocultos entre las montañas y que todavía seguían la lucha, no reconocían que la guerra había terminado, que habían perdido, creían ciegamente que podrían vencer al enemigo que había usurpado el poder y el gobierno de la nación. Por eso seguían en aquellas guerrillas  contra la Guardia Civil, que era el poder establecido, luchaban sin miedo, vivían convencidos del apoyo del pueblo al que ayudaban con el fruto de sus robos.

Se sabían hombres sin patria ni futuro, alabados por los campesinos y jornaleros a los que ayudaban y con los que tenían una relación de hermandad, compartiendo cada uno lo que tenía, unos comida caliente y otros, los guerrilleros de las montañas, abasteciendo a las gentes con los alimentos que lograban robar en las fincas. Unos y otros se ayudaban a  sobrellevar la miseria y, día a día, iban saliendo a flote mientras los terratenientes y grandes propietarios azuzaban a las autoridades para que los eliminasen "a como diera lugar", los hacendados se sabían defendidos por la Guardía Civil que contínuamente salía a hacer batidas para eliminar "al enemigo" con la ayuda de la Guardia Civil.

Tomás, aún sentía  el peso y la culpa en la memoria

Para unos, Tatín era el forajido; para otros, el héroe escondido entre los robles. Vuelve con un terrible dolor de cabeza, el recuerdo de aquella noche, con el fusil al hombro y la manta cruzada a la espalda en que él, Tomás —entonces cabo Romero— lideraba la partida por mandato de la autoridad. El capitán tenía prisa y los terratenientes más aún.

Había provocado esa decisión de exterminar al Tatín por el incidente ocurrido cuando atacaron al "señorito Rufino". aquello había sido demasiada provocación. El incideente fue considerado una burla cruel, lo habían asaltado en medio de la noche y despojado de todo, desnudo y atado a un roble lo encontraron las gentes que salían al amanecer a sus labores, era un joven guapo y mujeriego y verlo así, a la intemperie, fue objeto descarado de las burlas de los pobres que trabajaban para su padre, el pobre Rufino había perdido, además de las ropas y el dinero, el orgullo de su casta por la huella que había dejado en su cara un corte de navaja barbera.

 El viejo Fabián Mochales, padre de Rufino y alcalde de Villa Muelas y amo de todo lo que se alcanzaba a ver desde la ermita, exigió resultados. El gobernador,  forzó a la Guardia Civil, a limpiar para los restos, aquella humillación. 

La orden era clara: acabar con el Tatín de una vez por todas.

Tomás conocía a Tatín, se habían criado juntos y sabía de su amor por los pobres, le había visto, en los peores momentos del hambre, repartir hogazas de paz junto a la estación a los pobres jornaleros que no lograban jornal por la desidia de los propietarios que preferían jugar en el casino del pueblo su partida de mus a estar pendientes de sus tierras y dar trabajo a los jornaleros, que se arracimaban en la Plaza, junto al pilón.

 Tatín, al volver derrotado de la guerra, se escondió en el monte y allí se armaron un grupo de "sin patria" a los que la Guardia Civil debía combatir por sus "desmanes" en las fincas de los contornos y Tatín se había presentado en varias ocasiones en el pueblo de noche a hacer "las entregas" burlándose de la vigilancia de los civiles, siempre había sido rebelde aunque,  todos sabían que repartía pan a los pobres y llevaba en su mula al médico entre la noche  cuando algún pobre hombre estaba enfermo o alguna mujer se había puesto de parto. Era cierto que él, al frente de  su cuadrilla  robaban ganado, jamones, y mil cosas más, en las haciendas, sí, pero lo repartía entre los del barrio de Las Chabolas. Tatín era un bandido con ética. Un enemigo de la ley pero con mirada humana.

Esa noche, el monte estaba en silencio. Ni grillos, ni viento. Solo el crujido de las botas y el rumor apagado de la culpa.
Cuando lo encontraron, no huyó. Tenía la manta sobre los hombros, el fusil descargado y una sonrisa triste. Dijo algo —Tomás no lo recuerda, quizá no puso interés en su momento y no escuchó bien—  luego, solo quedó el eco del disparo, seco, final. Tomás siente un mareo, no se encuentra en condiciones de trabajar esa tarde.

El cursor sigue parpadeando.
Tomás lo mira con asombro, no acierta a escribir una sola palabra.  Nunca había pasado una tarde entera sin escribir una línea hasta hoy. Tal vez no se puede escribir sobre la culpa sin manchar las teclas.

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