LOS AMORES DE MARINA
Los amores
de Marina
Pepe Ramos
Marina, casada con un rico agricultor y ganadero, vivía en la hacienda Los Pinos, pero no era feliz.
Su vida no le parecía suficiente, hubiera preferido menos tierras y más Juan, necesitaba que Juan no llegase agotado, que no fuese llegar del trabajo, darse una ducha rápida, cenar sin enterarse siquiera de qué comía, irse a la cama, y a los pocos minutos roncar como un cerdito.
Marina echaba de menos la pasión y el romanticismo que habían quedado enterrados bajo el peso de las responsabilidades de Juan.
Marina necesitaba un cambio en su vida, por eso, tras pensarlo mucho, una noche, durante la
cena, propuso a Juan contratar a un
encargado que se ocupara de las labores de la hacienda que tanto ocupaban a Juan.
Juan, al quitarle trabajo y preocupaciones, podría estar más tiempo junto a ella en casa disfrutando de su amor.
Al ver la preocupación en los ojos de Marina y agobiado por los sinsabores del trabajo, Juan aceptó la propuesta.
Después de buscar durante unas semanas, dio con Miguel, un hombre joven, apuesto y fuerte, que había sido encargado en las propiedades del alcalde y tenía fama de trabajador y honrado.
Miguel se
centró en su trabajo y demostró que era un trabajador eficiente.
El problema de Miguel era tener cerca a las tres sirvientas de la hacienda que lo veían apuesto y encantador y a él no le molestaba que coquetearan con él. Sabía dar a cada una el afecto que demandaba, siempre a espaldas de las otras dos.
Al observar Marina lo que estaba pasando ante sus ojos, sintió curiosidad por qué tenía Miguel que tan arrobadas tenía a las tres sirvientas. No tenía, o eso creía ella, celos, se sentía muy bien atendida por Juan pero... la curiosidad, en fín, que quería saber, con qué artes conseguía entretener a las tres sirvientas sin despertar celos en las otras, eran muy diferente, dos, Angela y Manuela tenían veinte lozanos años y no eran mal parecidas, Margarita, la cocinera, tenía treinta y cinco años y era bastante gruesa y de mal genio.
Un día en que Miguel reparaba la verja de las caballerizas se le acercó Marina con dos cervezas frescas, Miguel aceptó de muy buen grado, y entre risas, bromas y miradas cómplices, surgió la chispa que provocó el desastre.
Todo sucedió demasiado rápido, los encuentros eran más y más frecuentes, y pronto Miguel empezó a entrar en la mansión como lo más natural del mundo, unas veces para comentar con el jefe cualquier tema de la finca, otras, simplemente a saludar, desde fuera, podría decirse que eran una familia bien avenida porque, Miguel estaba siempre divertido, jugueteando con cualquiera de las criadas o riendo las bromas de la dueña. Todo parecía normal, demasiado normal, se daba a entender desde fuera que su comportamiento y los mimos y caricias entre los cinco.
Aunque, sin aparentar que le molestaba la situación, Margarita, la cocinera, llena de celos y con la peor de las intenciones, dejó correr en el bar del pueblo algunos comentarios pícaros sobre lo que estaba pasando, dando a entender que Marina, estaba falta de cariño y atenciones y que, claro, era lógico que encontrase en Miguel, su capataz joven y guapo, el consuelo a sus males, pero -decía Margarita-, como lo hace, a la vista de todos, a nadie puede molestar.
Las atenciones y arrumacos iban a más a medida que pasaba el verano y se escandalizaron, según ellas, con razón cuando vieron salir a Miguel de los aposentos de los amos silbando camino de la ducha, naturalmente, se abstuvo de comentar
que también ellas lo buscaban y él se dejaba encontrar.
En pocos días, el fuego ardió en todo el pueblo, de forma tan violenta que los amores de Marina y Miguel eran tema de conversación en cada esquina.
Y, como es natural en estos casos, siempre hay algún amigo "fiel", que termina informando al interesado, por lo que Juan, al escucharlo, decidió poner las cartas sobre la mesa.
Fue entrar en casa y aunque era la hora de cenar, sin ningún miramiento gritó: "Marina, Miguel, quiero veros en el salón grande en cinco minutos... ¿Entendido?" y los dos se apresuraron a bajar al salón a la carrera.
"¿Es cierto lo que se dice en el bar del pueblo? "¿Es cierto que me la estáis dando con queso?"
Lo que empezó suavemente y descartando todas las acusaciones, poco a poco se fue convirtiendo en una acalorada discusión. Los celos y la ira terminaron en una pelea feroz en la que hubo cruce de golpes por ambas partes, Marina se apartó a un lado asustada pero Juan y Miguel se golpeaban sin miramiento alguno y en un golpe que Miguel dio en la espalda a Juan, éste cayó sobre el escaño de madera junto al fuego y hubo que llamar a las criadas para que echaran una mano.
Al ver a su jefe tendido y sin poder moverse, el miedo y el remordimiento hicieron que Miguel escapase saltando al primer caballo que vio y dejando atrás la mirada de terror de las cuatro mujeres.
Margarita subió al tractor y, mal que bien, entre todas, colocaron a Juan entre los restos de paja y suciedad y así, media hora más tarde, entraban en el pueblo en busca del médico, que al verle en ese estado no se atrevió a tocarlo y se limitó a llamar al hospital más cercano para que enviasen una ambulancia.
Fue alertada la guardia civil que, en medio de la noche, emprendió la persecución del fugitivo.
El pueblo estuvo mucho tiempo pendiente de los acontecimientos de lo que pasaba en Los Molinos. la cocinera se encargó de tener informados, según su opinión, de lo que iba pasando. "Marina está sola, no quiere que vayamos a la mansión más que a limpiar pero no atiende a nada, hace mucho que no nos paga, ha prometido que en cuanto se mejore el señor, todo se arreglará pero..."
La pareja de la guardia civil iba todos los sábados, puntualmente, a informar a Marina de que no se había encontrado rastro fiable del paradero de Miguel. Mientras tanto, Juan seguía hospitalizado y en el pueblo, poco a poco, fue apagándose el tema sobre todo a partir del momento en que dos o tres semanas después, la guardia civil decidió abandonar la búsqueda del fugitivo.
Desde el hospital y vía teléfono, Juan, fue dirigiendo sus propiedades, tomando las decisiones más urgentes. La primera y principal, encargar a una agencia de la capital, la venta del ganado y nombrar a Rubén, su jornalero de confianza, que se encargase de organizar los trabajos de la hacienda lo mejor posible y que le informase puntualmente de lo que iba ocurriendo, quería estar al corriente de todo y Rubén, todos los sábados pasaba a informar a su jefe y aprovechaba el día para disfrutar en la ciudad.
Unos meses después, con el ganado vendido, la cosecha recogida, el dinero, después de pagar los jornales correspondientes, disponible en el banco, la actividad se relajó. Las tierras necesitaban a alguien que controlase las peonadas y no lo había, Rubén no era respetado por sus compañeros y terminó dimitiendo de esa responsabilidad.
Marina no se preocupaba de nada, de vez en cuando preparaba un carruaje y se iba a la ciudad a la peluquería, a un masaje, al cine... La hacienda, como una máquina bien engrasada, fue funcionando algún tiempo y dando algún beneficio, Juan, cuando los médicos le informaron de que nunca más podría montar a caballo ni hacer ningún ejercicio físico fue perdiendo el interés por la hacienda y, la desidia y el abandono, fue haciendo su destructivo trabajo.
Juan volvió a casa en un cochecito eléctrico del que no podía prescindir y su relación con Marina no podía ser peor, apenas se hablaban, habían despedido, de común acuerdo, a las sirvientas y Juan se acostumbró a recorrer la hacienda en su cochecito y cuidando de que los tres obreros que le habían sido fieles trabajasen algo en las tierras, ni soñaba con comprar ganado, con tener la hacienda malamente atendida y comida en la mesa se conformaba, se sentía viejo e incapaz, por eso y por los comentarios de los vecinos del pueblo, no volvió nunca más a salir de sus propiedades.
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