Una cosa lleva a la otra


Pseudónimo: Virgilio Justo

La ambulancia del 112 atraviesa, a toda velocidad, la Avenida de Mirat en dirección al Hospital Clínico. En su interior, en la camilla, una mujer de unos sesenta y tantos años, va cubierta con una manta llena de lamparones y un aparatoso vendaje en la cabeza. Se agita inquieta mientras un hombre, relativamente joven, con un gesto cariñoso, presiona ligeramente el brazo derecho en el que está la aguja por la que un gotero deja caer, bastante rápido, un líquido acuoso.
Es un hombre  bien vestido, delgado, de pelo canoso y gafas de concha, no ha sido capaz, desde su llegada al lugar del accidente, de articular una sola palabra, sólo cuando la ambulancia está a punto de entrar en el Centro Hospitalario, tras tragar saliva varias veces y con  voz ronca que él mismo no reconoce como propia, susurra.
-Tranquila, mamá, tranquila, ya llegamos, intenta relajarte un poco, ha sido una caída muy grave y…
Frente a él, la mujer, que en todo momento ha intentando distanciase de la situación, interrumpe las palabras de ánimo mientras busca algo en el bolsillo derecho de su abrigo de pieles.
-Es normal que esté agitada, Manolo, ten en cuenta que ha caído de un quinto piso y si no llega a ser por el toldo de la frutería estaría más tiesa que la mojama… Dios mío,  ¿a ver como explico  esto en la…?
El hombre, alterado, responde casi a gritos.
-¿Es que no eres capaz de pensar en nadie más que en ti?... Se está muriendo mi madre y tú pensando en como puedes explicar… No hay nada que explicar, ha sufrido un desgraciado accidente y punto.
Unos firmes golpes con los nudillos en el cristal que los separa de la cabina les obliga a guardar silencio.
Él  sisea con el índice de su mano izquierda sobre los labios.
La doctora, una joven de alrededor de treinta años, rubia y delgadita, tiene mucha prisa por llegar al hospital para que otros se hagan cargo del asunto. Es su tercer caso grave en la semana y sólo es jueves, el servicio de urgencias es complicado pero, gracias a Dios, no todos son tan graves, solo ante casos como este lamenta su exceso de urgencias a cuenta de la dichosa hipoteca. Está convencida de que sólo la tela gruesa del toldo y los barrotes de hierro de la frutería evitaron que la mujer falleciera en el acto. No le cabe la menor duda, es un intento de suicidio, algo más frecuente de lo que se publicita en los medios.- “Vamos a ver, Carla, Si no fuese así ¿A santo de qué  oponía tanta resistencia a que Aníbal le colocase el gotero? Es evidente que la buena mujer quería largarse por la calle de en medio y, de momento, no se ha salido con la suya, menuda mirada de odio le echó al pobre Aníbal cuando consiguió encontrarle la vena. No hay más que verla…” 
Manuel, al sentir el golpeteo de los nudillos sobre el cristal, se muestra violento porque, aunque los enfrentamientos con Enriqueta están a la orden del día, aquel no era el mejor momento. Cierra los ojos y se concentra en la angustiosa situación que está viviendo.-“¿Qué le habrá pasado por la cabeza a mamá para hacer una cosa así? Ayer, cuando hablamos de la Residencia parecía contenta viendo las fotos del folleto… No sé, no sé, tiene que haber algo que se me escapa…”-
Al abrir los ojos de nuevo descubre a Enriqueta retocándose los labios con una barra de carmín rojo. Resopla con fuerza pero, como de costumbre, comprueba que ella sigue impasible, por eso, para no saltar, finge mirar por la ventanilla. Cuando el conductor gira bruscamente para entrar en el Centro Hospitalario, vuelve a recordar cómo entró Jaime, el contable, en su despacho, interrumpiendo una reunión con el Director Comercial, y sin saludar gritó: “¡Don Manuel, don Manuel… que su señora madre se ha caído del balcón y está…, bueno, dicen que… en fin, que vaya usted a su casa inmediatamente porque…”, el tremendo alboroto en la acera y el cuerpo de su madre cubierto con una manta que por segundos se iba cubriendo de sangre mientras un agente de policía trataba, infructuosamente, de dispersar a los curiosos.
En el suelo, de rodillas, un hombre  fuerte,  de pelo agitanado, lograba encontrar una vena en el brazo derecho  y rápidamente introdujeron el cuerpo de su madre en la camilla de la ambulancia. No sabe cómo logró entrar antes de que el enfermero, de un golpe seco, cerrase la puerta trasera, se encontró sentado en una semipenumbra frente al cuerpo de su madre que se agitaba y, con más firmeza de la que hubiese deseado, se apoderó del brazo que intentaba librarse de la sonda y así permaneció unos segundos, asombrándose de no sentir absolutamente nada hasta que al levantar la vista descubrió a Enriqueta, su mujer, que le observaba con ojos de profundo asombro. No dijo nada, se limitó a acariciar la cara de su madre, un informe montón de carne sin apenas aspecto humano.
Enriqueta parecía enfadadísima, había tenido que esperar cuatro meses para que la atendiese el odontólogo, y ahora, una llamada al móvil la sacaba de la sala de espera para encontrarse allí, acurrucada, intentando salvar de manchas su flamante abrigo de visón. Miraba, no sin cierta envidia, la ternura de Manuel con su madre y siente cierto estupor ante el estado de su suegra que parece la víctima de una explosión o algo similar.
Mary Ángeles está despierta, consciente, no entiende nada, se ha tirado del quinto piso y no se ha matado, siente una extraña debilidad en todo el cuerpo y un peso sobre la cabeza. Intenta hacer memoria y sólo recuerda a aquel joven a horcajadas sobre ella metiéndole una aguja en el brazo y cómo la liberaron de un tirón de la tela del toldo para introducirla en la ambulancia, como si fuese un saco de patatas. Oía a la gente gritando cosas que no lograba entender, pero ahora, al ver a su hijo, intenta sonreír pero no le sale. Cierra los ojos y piensa. 
-“Vamos a ver, Mary Ángeles, hija, ¿Qué es lo que has conseguido? Que Manolo esté aquí, a tu lado, atontado, como siempre… Dios mío, es el vivo retrato de su padre, tan simple, tan atento… se diría que no tiene sangre en las venas, bueno, de momento, no tienes que preocuparte de la Residencia de Ancianos en la que te iba a internar el día 1 tu señora nuera… Mírala… ¿Qué demonios se buscará en el bolsillo?... Estaría bueno que resultase ser el dichoso rosario de nácar que le traje de Fátima… Porque, esta, con tal de mantener su imagen de dama de mesa petitoria… ¡Vaya boda que hiciste, Manolo! Y no podrás decir que no te lo advertí a tiempo… como siempre, nada, a lo tuyo… ¡Dios!, pobrecillos. Van a tener que sudar si quieren sacarme de ésta…”
 La ambulancia entra en la zona de aparcamientos e introducen, a toda velocidad y en absoluto silencio, la camilla con el cuerpo de Mary Ángeles por los pasillos, poco iluminados, hasta la zona de quirófanos mientras hacen señas a Manuel y Enriqueta para que esperen unos instantes.
Minutos después,  un celador, con cara de pocos amigos, les acompaña hasta la sala de espera, poco concurrida a esas horas de la mañana.
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En el quirófano 7 todo son carreras, cuchicheos, mientras dos enfermeras intentan desinfectar a la accidentada y despojarla de las maltrechas ropas. El cirujano hace una rápida valoración de la gravedad de la paciente y el anestesista intenta calmarla.
-¿Cómo se llama usted?
No hubo respuesta – alguien, quizá el enfermero de la ambulancia, susurra al oído del anestesista –“Se llama Mary Ángeles Moreno”.
-Mire usted, Mary Ángeles, vamos a ver si entre todos somos capaces de solucionar el problema, pero tiene usted que poner de su parte… ¿nos ayudará?
Silencio, la paciente ha cerrado los ojos desinteresándose por completo de cuanto acontece a su alrededor. El anestesista insiste:
-Mary Ángeles, escuche, vamos a dormirla, empiece a contar desde cien hasta cero ¿me ha comprendido?
Nuevo silencio. El anestesista mira al cirujano, ambos dudan un instante y por fin, el cirujano decide.
-Javier, adelante, no hay tiempo que perder, cuando calcules que está dormida comenzamos…
En el rostro de Mary Ángeles se dibuja una amplía sonrisa que todos interpretan como una señal de asentimiento.
En un extraño duermevela Mary Ángeles piensa.
“Realmente ha merecido la pena, siempre merece la pena luchar por ser libre. ¿Quién puede creerse que me subí a horcajadas a la barandilla de un quinto piso a tensar las cuerdas de la ropa?  ¡Mira que no darse cuenta de que ese diablo de Rubén me había dejado tocada de ala al marcharse de aquella manera!… Todo el mundo entendió que había perdido las ganas de vivir… Y si vas a ver, estaba justificadísimo, porque, desde que murió mi Antonio, no habían entrado en casa más pantalones que los suyos y es más que probable que, conociéndome como me conoce, Enriqueta temiera que con la llegada de Rubén se le iba a esfumar la herencia, porque, de la noche a la mañana, me convertí en una mujer coqueta, juguetona, alegre, que amaba la calle, las compras,  vivir la noche…
Ese  chico me tenía sorbidito el seso y los chismorreos de las vecinas me hacían gracia. ¡Como que  ponía pimienta a mi vida…!Si hasta la grosería del el señor Andrés canturreándome una mañana que bajábamos juntos en el ascensor, eso de “¿Dónde se mete, la chica del 17? ¿De dónde saca…?”, me pareció un piropo y le sonreí provocativa, como una quinceañera. Puedes reconocerlo o no, Mary Ángeles, pero lo cierto y verdad es que  ese chico te quitó treinta años de encima. Lo malo es que al pobre se le debió hacer  cuesta arriba el precio que yo le cobraba por la habitación, y su marcha, precipitada, terminó trayéndome aquí. Y es que lo de Rubén era  alta tensión.
¿Qué Rubén no era sincero? Y eso, ¿qué importa? Lo que cuenta es que disfruté en tres meses lo que no había podido ni soñar, y ahora que ya es muy tarde para enmendar mi error, me río a carcajadas de mi nuera que está aquí por cumplir; de mi hijo, que se va a quedar de piedra cuando lea la carta que dejé sobre la mesa del comedor… Y, eso sí, les envío a todos un hermoso corte de manga”.
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Dos horas más tarde, un celador llama desde la puerta de la sala de espera a los familiares de doña Mary Ángeles Moreno, y un señor mayor, incorporándose del sillón en el que está medio tumbado, responde de mala gana:
-Me parece que han salido un momento a tomar café.



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